SAN PEDRO SULA, HONDURAS.- En materia literaria hay géneros que se prefieren a otros y en esta elección, desde luego, lo que media es el gusto y no la literatura o el género en sí.
Borges sostenía que la fábula era un género tedioso, y daba como aberrante que Esopo y La Fontaine rebajaran a los animales a instrumentos de la moral.
Pero la fábula es uno de los géneros más prolijamente cultivados en la historia de la literatura, y el empleo de nombres de animales como signos de moralidad es ancestral.
Recordemos el Gilgamesh sumerio, el Génesis bíblico donde una serpiente encarna el mal, a Hanuman el rey mono en la épica del Ramayana, el asno de oro de Apuleyo y el asno de tres patas, que figura en el Avesta y el Bundahisn de Zaratustra, y cuyo alimento era espiritual. De ahí Borges lo toma para “El libro de los seres imaginarios”.
En cuanto a la creación es muy célebre la colección de fábulas de el Panchatantra en la India, y no menos célebres, en la historia de la literatura, los nombres de Esopo y Fedro en la cultura clásica, don Juan Manuel y el Arcipreste de Hita en la Edad Media, Shakespeare en la época isabelina, La Fontaine en el Neoclasicismo, Johann Wolfgang von Goethe en el Romanticismo, y en la época moderna George Orwell y “La rebelión en la granja”.
La fábula deviene de la épica y posteriormente se acuñó el calificativo didáctica, “épica didáctica”, y esto entraña otra dificultad para el creador, pues nada más alejado de la literatura que los esquemas y las normas. Pero donde está la dificultad está el mérito.
¿Cómo enseñar moral, si eso es lo que queremos, sin parecer moralizadores; cómo ser didácticos, si eso es lo que pretendemos, sin parecerlo; de que manera enseñar ciencia o filosofía sin ser obvios e inocentes? La literatura brilla en lo sutil y va perdiendo su esplendor con lo evidente.
En nuestro país se ha cultivado la fábula, no de manera dilatada, pero sí con algunas dichas. Vienen a mi memoria dos representantes conspicuos del género: Luis Andrés Zúñiga y Tito Monterroso.
Hoy Felipe Rivera Burgos, autor de los libros “Para callar los perros” (cuento) y “Ese verde esplendor” (poesía), con una edición al cuidado del sello editorial Efímera, nos propone un tercer libro: “En el principio, la fábula”.
En la obra, que consta de un poco más de cuarenta textos, Felipe Rivera Burgos, amén de desplegar otras virtudes cardinales como la imagen y la plurisignificación, logra trocar el nivel natural de la lengua en literatura gracias a la amalgama de dos elementos: el humor y la reflexión.
Ahora bien, el humor que el poeta imprime a sus fábulas, sea este levemente insinuado o abiertamente sarcástico, es el humor de aquel que transita por la vida sin desasosiegos, y con una sonrisa y una palabra reflexiva expresa sus conceptos sin esperar respuestas.
En la primera fábula del libro se advierte el humor en el camaleón que fastidiado por la lluvia y el sol decide moverse y dejar de ser para existir. Pero a lo que la fábula alude no es al ser de Parménides y sus atributos en un mundo inteligible; lo que el poeta pretende es no quedarse en la inmovilidad de la idea, en la abstracción, en la pura y llana inducción, por eso echa a andar y nos convida a sumergirnos en las aguas de las antípodas, del devenir.
Burgos, cual poeta de la deducción, prefiere el descenso a ese caos donde Hegel ve la penosa marcha del espíritu absoluto hacia un nuevo estado de conciencia, a ese Samsara de la peregrinación, a la pira funeraria, intuyendo quizá, que a lo que la llama no mata purifica o que en la muerte del fénix está su redención.
Otra fábula notable es la del zorro que quiere hacer una obra maestra y busca asesoramiento del búho, quien le ayuda a construir el primer y único verso de la obra maestra.
Al darse cuenta que el zorro quiere continuar llenando páginas, el búho se decepciona y le reprocha querer un PMA y no un PMI, le ejemplifica que la Biblia puede ser reducida a las primeras frases del Génesis “En el principio Dios” y que todo lo demás es producto de la moral absoluta (PMA), algo de segundo orden.
La literatura es ajena a la repetición cansona de los circunloquios, pero tampoco es un discurso ad ren, la extensión no rige lo estético, otros son los parámetros que la determinan.
De ahí el humor por la hiperbólica brevedad de un producto de la inteligencia absoluta (PIA) que el búho trata de explicar. Esta fábula nos permite reflexionar sobre dos esencialidades en el ser humano: la inteligencia y la moral.
Burgos se decanta por el nous de la inteligencia en contraposición a una moral relativa que no fundamenta sus leyes en una voluntad autónoma, sino en una heteronomía basada en códigos sociales y dogmas.
Así, del conjunto, prefiguran otras fábulas como la del mono que se volvió fascista por una mala interpretación del mito de las cavernas, el koala que no logra identificarse en el triángulo semiótico, la nutria que es reprobada en religión por no saber el papel de dios en la filosofía de Soren Kierkegaard o la fábula del topo que nunca podrá hacer suyo el lema que los griegos inscribieron en el frontispicio del templo de Delfos (Nosce te ipsum) por tener, como muchos, un ego hipertrofiado que no cabe en los espejos.
De las fábulas con sátira política me quedo con dos; no tienen, es seguro, el humor de los cuentos que la criada Yambé contaba a la diosa Deméter tratando de paliar su tristeza por el infortunio de Perséfone, pero sí poseen, por ser más humanos y nada reñidos con nuestra realidad, cierto humor cáustico, italum acetum o vinagre itálico con el que solían humedecer sus sátiras los poetas latinos avezados herederos de la esencia yámbica y ditirámbica griega.
Una de ellas es la fábula del burro que, cansado de querer demostrar a los animales que él era inteligente, hizo una especie de mea culpa, no exenta de un “sano orgullo”, sobre su condición asnal, este hecho lo llevó a ponderar otros atributos, según él, de su belleza.
La expiación le produjo réditos ya que fue visto por los demás como un ejemplo de estoicismo, y recayó sobre él una aureola de santón.
Se le prodigaron halagos e invitaciones para disertar sobre su estoica serenidad en los más grandes claustros académicos, se convirtió en “tendencia”. Su primo, el caballo, que era presidente de la república, lo llamó a ser parte de su gobierno, lo hizo ministro de educación.
La otra fábula es el cuento que para divertirse narran las urracas. Es sobre un pie izquierdo que nació en un planeta remoto en una improbable constelación. El pie izquierdo sufre de inmovilidad, quisiera, y hasta añora, un pie derecho para huir de aquellos páramos desiertos agrietados por el olvido. Es decir, quiere un pie derecho para huir de la existencia.
Aquí el trasunto psicológico no es menos que el político; la soledad moral y la no pertenencia son intolerables. El pie izquierdo, similar a aquellos individuos que para que su vida tenga sentido siempre andan en busca de un enemigo, añora un pie derecho, no para disentir en la esencialidad sino para converger en la soledad.
Con su compañía se declararía socialista sin pasar de ser, por supuesto, un capitalismo de Estado; a su vez, el pie derecho se diría democrático y defensor de las libertades y no sería otra cosa que un capitalismo privado productor de esclavos y manipulador de la democracia por interpósitas vías.
Así, ambos laborarían para el sistema, y siempre lanzándose dardos envenenados, montarían en la gran bicicleta del trabajo capitalista, uno pedaleando por la izquierda y el otro por la derecha, in saecula saeculorum, amén.
Una de las mejores fábulas del libro es la del pequeño búho y su padre. Por una pradera pasa un rebaño de ovejas, el padre le pregunta a su hijo si todas las ovejas del rebaño tienen lana, el pequeño al verlas blancas y redondas contesta de manera afirmativa.
El padre lo reconviene y le hace ver la subjetividad de su concepto, le enfatiza que un observador atento y juicioso diría que del lado que miramos de las ovejas hay lana, pero del otro nada sabemos. El pequeño concluye que todos tenemos dos lados, incluso su padre.
La fábula nos recuerda que somos parte de un mundo ambiguo y relativo, pero estamos llenos de certezas; vivimos en la caverna de Platón mas nos sentimos fuera de ella, sin saber o sospechar, que el primer requisito para liberarnos del antro es comprender que formamos parte de él.
Otro elemento de reflexión es la idea del velo que cubre el misterio y hace posible, para los esforzados y penitentes, la dicha de la anagnórisis en la develación.
En un orden artístico, el poeta va a velar o codificar su obra; el sujeto lector va a descodificar y develar, de tal suerte, que el poeta y el sujeto lector estarán íntimamente unidos por las leyes del conocimiento.
En un orden metafísico los místicos señalan que Dios dispone de un velo para esconder el esplendor de su gloria, y todas las visiones y conceptos que sobre la divinidad tenga el vulgo provienen de ese velo donde se mezclan luz y sombras.
El Zohar señala que el nombre de Dios tiene a la vez una forma revelada y una forma oculta. Eliphas Levi comentando el Zohar apunta: “Toda forma para ser visible, exige una luz y proyecta una sombra. Pero la sombra no puede representar por sí misma la inteligencia suprema, no puede representar más que el velo... El santuario antiguo estaba velado, y cuando el velo se rompía anunciaba el fin de una religión y de un mundo. Pronto Calígula llevará a él sus ídolos aguardando las antorchas lanzadas por los soldados de Tito. El cristianismo, en silencio prepara otro santuario y extiende otro velo”.
Considero que las fábulas de Felipe Rivera Burgos no pretenden exhortar ni moralizar, tienen un fin lúdico y gnoseológico, entretienen y nos hacen reflexionar. El libro no desentona en ninguna de sus partes.
Elemento eficaz es la aparición del autor en el concilio que tienen los animales de las fábulas al final del libro, como eficaz es también el hecho de prescindir de moralejas que hubieran convertido a los textos en algo anacrónico.
El pequeño búho se ha vuelto nostálgico nos dice el poeta Burgos con humor. Recordemos con las etimologías que la palabra nostalgia viene del griego “nóstos” que significa regreso, y “algia” dolor. Es decir, nostalgia significa el dolor por no poder regresar.
Dice Erich Fromm que el hombre es el único animal que tiene la sensación de haber perdido un paraíso: “Se ha convertido en el eterno peregrino (Ulises, Edipo, Abraham, Fausto); está compelido a proseguir y, con esfuerzo constante, hacer a lo desconocido conocido, llenando con respuestas las lagunas de su conocimiento. Debe dar cuenta así mismo de sí mismo y del significado de su existencia”.
En este sentido todos seríamos el pequeño búho en la fábula del poeta, incapaces de contemplar desde nuestro exilio qué hay más allá del velo del misterio, y por ello, incapaces de regresar a la patria indivisible del espíritu.
Pero el papá búho es el ave de Minerva, la diosa de la sabiduría. Vuela, según Hegel, al atardecer cuando ya se ha concretizado el acto poético y místico. Recorre los caminos del crepúsculo (ese velo claroscuro), y sabe para consuelo de su pequeño hijo que la divinidad, igual que Jano bifronte, tiene dos caras, como dice Eliphas Levi, una que mira los pecados del hombre y se irrita; otra, que contempla la eterna justicia y sonríe.
Sobre el autor
Marco Antonio Madrid es licenciado en Letras con especialidad en Literatura por la UNAH. Se ha desempeñado como profesor de Filosofía y Letras en distintas universidades de Honduras.
Actualmente es docente de semiótica y literatura del Departamento de Letras de la UNAH-VS. Ha publicado los libros de poesía “La blanca hierba de la noche” (2000), “La secreta voz de las aguas” (2010) y “Palabras de acerada proa” (2018).