Si con las manos de la imaginación pasamos las páginas de la historia nos encontramos con hojas que están manchadas de sangre. Pero también encontraremos otras que están bordadas de oro, que nos hablan de grandes hombres y mujeres que han dado su vida por la verdad, la fraternidad y la justicia.
Desde Sócrates a Hipatia de Alejandría; desde Giordano Bruno a Gandhi… Alabados o torturados… pero nos dejaron su ejemplo.
Mohandas Karamchand Gandhi demostró que, además de poseer un enorme armamento, los seres humanos poseemos una increíble potencia llamada amor.
Nació en Porbandar, al noroeste de la India, en 1869. La India se encontraba ocupada por el Imperio Británico. Y él, como buen filósofo que siempre era, se preguntaba: ¿No es Inglaterra uno de los países donde nació la democracia? ¿Cómo ha ocupado toda la India y gran parte del mundo sin consultárselo a nadie? Pero, en fin, era el Imperio Británico y todo se le permitía.
Sus primeros maestros que le enseñaron las cosas importantes de la vida fueron sus propios padres. Karamchand era un hombre analfabeto, pero tenía una inteligencia práctica y llegó a ser primer ministro de su ciudad.
Su madre Putlibai tampoco sabía leer ni escribir, pero tenía un gran sentido común. En una ocasión, siguiendo los ritos de ayunos de la familia, se hizo la promesa de no comer nada mientras el sol permaneciera oculto. Pero en la zona en donde vivían era normal que se formaran nieblas espesas. Así transcurrieron tres días en los cuales no se vio el sol. Gandhi y su hermano estaban bastante preocupados.
Hacían guardia todo el día en la puerta de casa para avisar a su madre y que volviera a comer en cuanto saliera el sol. Al tercer día por fin los dorados rayos llegan hasta el rostro de los dos pequeños y, como si en ello les fuera la vida, salieron corriendo para avisarle. Pero cuando llegan con su madre a la puerta, la niebla otra vez ocultó el sol. Los dos niños, desconsolados, la miraron, pero en su rostro no vieron ni un asomo de queja. Siguió como si nada, haciendo sus labores.
A los 19 años viajó a Londres para cursar derecho. En 1888 nos encontramos en Londres a un Gandhi estudiando leyes, vestido como un “gentleman”, tomando cursos de oratoria, violín, bailes de salón... Afortunadamente, se dio cuenta del sacrificio enorme que hacía su familia y, cambiando de idea, empezó a cocinar su propia comida. Dejó los cursos y evitó las fiestas sociales a las cuales era casi obligado ir si quería aprobar la carrera y cultivar “influencias”.
Así empezó a investigar y conoció la filosofía oriental que la mayoría de jóvenes indios rechazaba por completo. Es curioso que tuviera que salir de su país para hallar la hermosa y profunda filosofía hindú. Un amigo le dio a conocer el Bhagavad Gita y quedó tan impresionado que lo tuvo como libro de consulta toda su vida: “Cuando tengo dudas, me dirijo al Bhagavad Gita y en él encuentro siempre esperanza y consejo”.
Gandhi aprendió que si nos apegamos de manera enfermiza a algo: un estatus social, un trabajo, el reconocimiento, el dinero, el placer… viviremos infelices, dependientes de los demás. Aprendió que el apego nos lleva al olvido de que lo fundamental en la vida no es tener, sino ser y compartir cosas. En el Bhagavad Gita encontró las bases de su lucha por la paz.
Gandhi nos dice que esa fuerza reside en el corazón: “Una nación de 320 millones de habitantes no necesita la pistola de un asesino, no necesita lanzas ni puñales, necesita simplemente tener voluntad propia”.
Una vez hecho abogado, volvió a la India con cierto temor pues era muy tímido. En su primer juicio, hacía esfuerzos para hablar, pero las palabras no le salían... y así perdió su primer caso. Un día llegó la oportunidad de llevar un caso importante en el que no hacía falta hablar ante un tribunal, pero el caso era en Sudáfrica… y así, embarcó rumbo al estado de Natal.
Cuando entró en los tribunales, lo primero que escuchó fueron los gritos del juez: “¿Cómo se atreve a entrar en el juzgado sin quitarse el turbante? ¡Quíteselo!” Pedir eso para un hindú es el peor insulto, así que se negó y fue echado casi a patadas.
Poco después, viajando en un tren de primera, como corresponde a un hombre de leyes, leía en su asiento tranquilamente cuando llegó el revisor: “¿Un miserable negro se atreve a viajar en primera? ¡Este vagón está reservado para los europeos! ¿De dónde diablos robó el billete?”.
Gandhi le dijo que había pagado el billete y, por lo tanto, tenía derecho a viajar en ese vagón. Pero el revisor, sin escuchar, lo tiró con sus maletas del tren.
Otra gran idea que Gandhi recogió de la sabiduría oriental es Ahimsa. Literalmente significa “ausencia de violencia”, pero no “ausencia de lucha”. Gandhi consideraba que había que luchar activamente, todos los días, sin descanso, pero con métodos éticos, no usando odio ni violencia. No tiene, pues, nada que ver con la “resistencia pasiva”, una traducción desgraciada que él siempre rechazó, pues defendía una fuerza activa y provocativa.
Gandhi siempre enseñaba que el poder no reside en las armas ni en organizar revoluciones de sangre y terror. El poder residía en que ellos fueran capaces de no ceder ante la maldad y, a la vez, no cooperar con ese gobierno injusto, sin entregar la dignidad ni descender a actos violentos.
Decía: La no violencia no es el arma de los débiles, es el arma de los corazones fuertes, de los que son capaces de luchar por aquello en lo que creen. Y esa lucha no tiene por qué ir seguida de violencia. La no violencia es lucha espiritual. Significa aguantar, responder al odio con el amor, como dijo Buda.
Comenzó una enorme actividad en varios frentes: se creó el Congreso Indo de Sudáfrica. Se fundó el Indian Opinion, el primer semanario de Gandhi.
También creó la Asociación Educativa India. Se dio cuenta de que si no se educaba a la gente, ¿de qué servían las independencias políticas? ¿Para qué mejorar las leyes? Siempre habría alguien sin conciencia dispuesto a explotarles y siempre habría alguien sin conocimiento para dejarse explotar. La ignorancia es la causa de todos los males…
Metieron a Gandhi en la cárcel. Pero él ya había estado en otras ocasiones y nunca rechazaba “la hospitalidad británica”. Curiosamente, en la cárcel aprovechaba para tomar energía, descansar, reflexionar y orar. Normalmente dormía tres o cuatro horas, así que la cárcel era un regalo del que salía rejuvenecido.
Se le llevó ante un tribunal que tenía miedo de condenarlo pues los campesinos se podían rebelar de manera violenta. Sucedió algo insólito: Gandhi pidió la prisión para él. El juez, saltándose todas las normas, le condena a no visitar los pueblos y a quedarse en la ciudad.
Gandhi le cuenta entonces al juez la mísera situación en que viven esas gentes y que si realmente considera que es justo aquello de lo que se le acusa, lo debe meter en la cárcel, pues él no podía admitir un trato a favor. El juez, con temor, no tiene más remedio que hacer caso a Gandhi y lo condena.
No cesó en denunciar la situación hasta que pudo entrevistarse con el gobernador del distrito y no paró hasta llagar al mismísimo virrey de la India. De esta manera consiguió que devolvieran a todos los campesinos gran parte del dinero que les habían robado; que cada campesino tuviera su trozo de tierra. Esa fue la primera batalla ganada en suelo indio…
La fama de Gandhi fue creciendo, pero también creció la violencia, impulsada por la sed de independencia. El gobierno inglés empezaba a ponerse nervioso.
Gandhi convocó un día de plegaria y ayuno en toda la India, no era una huelga general, era algo más: el objetivo era que cada uno pudiera estar en silencio consigo mismo, reflexionar sobre la situación y evitar el odio hacia los ingleses.
Esa huelga general, unida a los odios que ya empezaba a haber entre hindúes y musulmanes, entre indios e ingleses, provocaron ríos de sangre. Gandhi es en parte responsable de toda esa sangre derramada. Se hace claro para él que la primera independencia es la del alma: independizarse de nuestros propios miedos, odios y pasiones. Sin esa libertad interior no hay nada que hacer… De nuevo es encarcelado.
Seis años después, los ingleses pretendían que el pueblo lo olvidara. Salió de prisión y comenzó de nuevo la batalla por la educación: propuso una educación filosófica y abierta. Se crearon miríadas de escuelas. Para su próxima acción debía asegurarse de que la gente estuviera preparada; que se desarrollara en completa paz. Hasta que por fin ¡le llegó una idea genial!: una gran marcha a pie para recoger sal.
Desde que se apoderó de la India, Inglaterra gravó con impuestos el consumo de sal. Aunque las playas indias eran de las mayores productoras del mundo, la gente no tenía acceso. Era monopolio inglés. En marzo de 1930, con 61 años, comienza la peregrinación de más de 300 kilómetros para llegar al mar de Dandi, donde recogería la sal prohibida.
Cuando la enorme comitiva atravesaba pueblos y aldeas todo el mundo salía al paso cantando, lanzando flores, tejiendo en la rueca (que era el nuevo símbolo de la India) y muchos dejaron sus hogares para unirse a la marcha que andaba esperanzada hacia el “Mar de la Libertad”.
Empezaron 70 caminantes, pero cuando llegan al océano, son decenas de miles. Al llegar a la playa, con un gesto simbólico, recoge un puñado de sal de la arena. Con la mano abierta cubierta de sal estaba diciendo: ¡Inglaterra, déjanos vivir a nuestro aire! Somos un pueblo que tiene miles de años, no queremos ser gobernados por una potencia que no nos comprende…
Por enésima vez, Gandhi es encarcelado. Mas no se detiene la campaña: otra gran marcha se dirige a las salinas de Dharsana, esta vez sin Gandhi a la cabeza. Y va a terminar de forma terrible. Hubo muertos, miles de heridos graves; las mujeres desfallecían retirando los cuerpos de sus padres, hermanos
y maridos. Inglaterra tenía fama internacional de ser el país civilizado por excelencia, pero su autoridad moral se hizo pedazos.
A partir de allí surgen un sinfín de huelgas y mucha actividad política para reclamar la independencia de la India. Pero desgraciadamente también surgen fuertes divisiones. Por un lado Neru, que era partidario de una independencia rápida, costase lo que costase; por otro Jiná, líder de los musulmanes, que presionaba por un estado nuevo solo para los musulmanes, que más tarde fue Pakistán.
Y en el ojo del huracán, Gandhi, que no tenía prisa porque sabía que había que prepararse para gobernar. Primero, cada uno debía gobernarse a sí mismo. Y luego, los indios no tenían ninguna experiencia en pilotar un país: instituciones, ministerios, red de comunicaciones… ¿quién haría funcionar todo eso? Al visitar los hospitales, viajando en los trenes, se daba cuenta de la situación pésima en que se encontraba la India.
Con toda esa euforia se produjeron más disturbios, como en Calcuta, donde indios e ingleses se mataban. Para detener esta ola de violencia, Gandhi sacrifica su propia vida: ayuna con la firme determinación de morir o que cese la violencia. Afortunadamente, pudo detener esa locura, de momento… y entonces fue invitado a Londres para iniciar las negociaciones…
En 1947, la India consiguió su tan ansiada independencia, pero a Gandhi no le agradó. Se retiró de la política, no quiso seguir el oscuro juego de los políticos. Pero no detuvo su marcha, siguió caminando, hablando de paz y de sencillez. El 30 de enero de 1948 salió al patio como todas las tardes, para orar y hablar con las personas que venían a escucharlo.
Un hombre se interpuso y le ofreció una reverencia, mas al levantarse, disparó tres balas a su corazón.
Gandhi apenas tuvo tiempo de decir “Oh, Rama, Oh Dios!” y su cuerpo cayó al suelo. Todo el planeta se conmovió cuando supo que el profeta de la paz había caído. La India se paralizó. Una infinita multitud silenciosa se congregó a orillas del Ganges para despedir a ese hombre, a quien llamaban “Bapu”, padre.
A Gandhi no le importaban las máscaras, le importaba ese niño de oro que duerme en todos los seres humanos. Esperaba que cada vez fuéramos más los idealistas que dijéramos: estoy aquí hermano, estoy contigo…