Imágenes de un mundo enfermo. Un orden social que envilece a los hombres, donde el trabajo es una forma de esclavitud y el Estado controla tu vida. Luego una especie de vacío, de inhumanidad, un universo de pantallas y partes mecánicas, absurdo. Todo esto descrito con crudeza, con un lenguaje pulcro y violento. Así son los dos textos de Samuel Trigueros que publicamos hoy: “La fábrica” y “Después de este mundo”.
Los dos son retratos trazados con poderosa concisión estilística. En ellos las palabras se asocian novedosamente, con extrañeza, para crear sensaciones inusuales, grandiosas imágenes de la decadencia. Por eso encontramos en ellos una adjetivación tan improbable como “café ácimo” y “solemnes patadas”.
Ambos textos están en el límite entre el realismo y la ciencia ficción. En el primero hay pistas de su naturaleza, expresiones como “fábrica nacional” o unos absurdos “ángeles” de negro que derriban puertas para obligar a la gente a trabajar; la atmósfera de la narración, sin embargo, es realista y densa, pende como un peso sobre el protagonista. Y este ejercicio de denuncia finaliza con un chiste amargo, un último señalamiento de la vileza del orden social.
En el segundo texto no hay humanidad, todo en él son imágenes de un mundo de máquinas y ratas después del apocalipsis. ¿Puede entenderse este “paisaje muerto” como una continuación natural de lo que sucede en “La fábrica”?
Las pinturas que acompañan esta literatura son del mismo escritor, llenas de formas dolorosas, mutiladas o incompletas, escenarios de pérdida y desesperación.
La fábrica
El hombre, como de costumbre, despierta cuando el día aún está oscuro; entra al baño y, bajo las gruesas gotas que salen de la regadera, palpa las zonas de su cuerpo con lamparones violáceos de bordes verdes que le duelen de modo tan cotidiano que es como si lo extraño fuesen las partes sanas.
El hombre se hunde en el viejo overol de siempre, enciende la hornilla y pone a recalentar un café ácimo. Espera de pie. Cuando el humillo oloroso comienza a elevarse, llena la taza, da un sorbo y gira hacia la sala; bebe el resto tumbado en el sillón, frente a la puerta cerrada.
Los minutos se alargan. El silencio entra en precario a medida que los vecinos de la cuartería inician sus actividades diarias: tirar al patio los meados nocturnos acumulados en latas de leche, amasar con fruición el cuerpo adormecido y caliente de una mujer que se retuerce en el camastro escandaloso, espantar un gato dormido entre las cenizas del fogón.
Al fin, cuando ve al fondo de la taza algo como un puñado de tierra volcánica, da un último sorbo y espera.
Los segundos ralentizados comienzan a girar, desgobernados, en la rueca del tiempo. De pronto, la puerta salta con estrépito de sus goznes y se estrella contra el piso de barro, luego de voltear la mesita donde estaba la taza vacía. La luz del día entra como el morro de un tren cegador. De esa blancura infernal surgen ángeles en trajes negros enviados por la fábrica nacional, donde el hombre tiene asignado un número cualquiera que lo identifica. Puñetazos en el rostro y las costillas, patadas solemnes y precisas en los brazos y la ingle.
Invitado de tal modo a presentarse a sus labores, el resto del día el hombre desempeña con inquebrantable devoción su tarea en la línea de ensamblaje de la factoría, tan larga que los primeros operarios desconocen qué es lo que se fabrica, y los últimos no pueden imaginar de dónde salieron y cómo se acoplaron las piezas internas del producto final.
Cuando suena el silbato, al término de un turno y comienzo de otro, en los inmensos portones cruzan indescifrables miradas los despojos humanos que entran y las piltrafas acezantes que salen.
El hombre sale y avanza hacia el barrio envuelto en el sangrerío brillante de la tarde. Le preocupa que Pedro se haya ido al bar y no esté disponible para cambiar las bisagras de la puerta derribada. Sería una imperdonable falta de cortesía de su parte si los ángeles del servicio de transporte de la fábrica encontraran al día siguiente ese boquete desafiante en la pared frontal de la casa.
Después de este mundo
Llano y muerto el paisaje tras la fulgurancia blanca.
Desesperanza y voracidad de años y alimañas. Hibernación de pantallas. De pronto, una rata hace caer sobre el teclado una pequeña bola de goma. Algoritmo ignoto. Enter.
Contra natura las partes entran, salen, giran, lubrican. Émbolos rozan oquedades con aceite a ultranza. Pistones niquelados penetran, hunden su cuerpo en otro cuerpo frío al principio, candente luego.
En la pantalla los noventa y nueve billones de nombres binarios de Dios emigran a la papelera de reciclaje.
Sobreexcitación de cobre en el hueco de la cámara reflectiva. Corre lava extravirgen por las tuberías. Lo cóncavo y convexo estallan, se funden, se derriten.
Sinapsis inaudita. Gimen los goznes, se abren, se retuercen. Escapan vahos y chispas. Al final de la inmensa nave desolada un cuerpo ergomecánico resbala, cubierto de aceites esenciales.
Click. Enter. Copy, copy, copy, al ciclo. Trillones de pixeles salen a chorro por los altos hornos iluminados